Hay palabras que sobran, que estorban, que interrumpen, que no dicen nada. Hay palabras que, como una visita inoportuna, están de MÁS.
En el (casi) sagrado acto de la escucha hay palabras que, como en la más cruel de las antiguas tradiciones, matan al mensajero: las palabras de Otro que se habían regalado honestas, sinceras, generosas. Los "sí...pero", los "es que...", los "sin embargo", los "yo pienso...", los "en mi opinión..." destruyen la belleza, la novedad, la sorpresa encerrada en el relato del Otro, que es su propia vida, cuando es de verdad.
Palabras que matan en lugar de dar vida, en lugar de animar, de extender, de estimular, de encender... las palabras que me das. En lugar de tirar del hilo como los "cuéntame más...", los "explícamelo", los "enséñame", los "hazme entender"... cortan la hebra que teje los sueños.
Sobran las palabras que dudan, que cuestionan, que critican, que ironizan, que matizan, que provocan.
Poner "reservas" a las palabras del Otro es "guardarse", "reservar" mi propio pensamiento, mi propia verdad. Escatimar mi atención y mi mente por miedo a disolverme en tu historia, en tu cuento, en tu verdad.
Las palabras dan tanto miedo como el amor. Y si no deja uno que los besos, las palabras, se extiendan, se alarguen, se vuelvan soberanos... no acariciaremos jamás el rostro del amor, el olor de la verdad. Cada palabra medio-escuchada es un beso mal dado y una caricia descuidada. Cada palabra enterrada en matices, discursos, disensos, debates y polémicas es una palabra perdida, una palabra de menos. Y las mías, ahora ya, palabras "de más".