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viernes, junio 19, 2009

Hubo una vez (lo copio no lo invento) un huerto donde los enamorados podían acudir a buscar palabras para expresar lo que sentían. Allí crecían palabras de todo tipo y cada una tenía un precio ajustado a sus efectos y su etimología. Cada cual podía obtener allí palabras sembradas por otros que dijeran todo aquello que uno no sabía cómo decir. Los más atrevidos compraban consonantes y trataban de hacer con ellas palabras imposibles.


Encontré allí en otro tiempo palabras y palabras llenas de matices, de sabores, y cuajadas de historias. Algunas las compré, otras las robé. Las más, las tomé prestadas, las junté a mi modo y las hice mías. Y así fueron a veces tuyas a veces nuestras.

Después pasó el tiempo y un día, estando tú lejos y mi corazón solo, descubrí que mis palabras, las mejores, las más certeras, las más hondas... habían quedado incompletas.

Intenté releerlas y eran todas un conjunto impronunciable de consonantes apretadas, embarulladas, perdidas, incomprensibles e inasequibles.

Las palabras -y la vida- se me escurren y se me enredan cuando no puedo poner “las vocales” de tu vida en la mía. Las palabras -y la vida- me abren un vacío en canal cuando no te tengo cerca. Mis mejores ideas, las más sabias, las más tiernas, las más mías... no suenan a nada si no tienen las vocales de tu mirada, de tu risa, de tus manos para pronunciarse y volar.

Gracias por terminar mis palabras. Gracias por terminarME.